Lo de ser Zen está muy bien, pero yo le veo lagunas a eso de
conseguir serlo los 365 días del año. Que no se puede ver siempre todo por el
lado positivo y ser tan inmensamente constructiva y tan de anuncios de
colacalo. ¡¡es agotador!! Que no se puede siempre, que no. No. Y ya está, no
pasa nada, lo aceptamos y le damos lugar en nuestras vidas también a la frustración
que de vez en cuando nos invade, a los pensamientos negativos y a los me cago
en tó. En días así poco se puede hacer para cambiarlo.
Yo soy mucho de la
cultura del automimo y de la autodedicación, me consiento pequeños placeres,
sucumbo a caprichos, que no arreglan el problema, ya lo sé, pero durante ese ratito
te hacen sentir mejor y nada más que por eso merece la pena. El problema de
vivir en Singapur, o uno de los problemas, es que una no puede estar deprimida
con una palmera de chocolate, preferiblemente de Polvillo, o a la desesperada
de cualquier marca industrial. No hay, no las encuentro, es más difícil que dar
con “Wally” en la página aquella de la época romana. (Creo que aquello fue el
principio de mi pérdida de visión, alguien debería estudiar la relación entre
buscar a “Wally” y el futuro uso de gafas y lentillas) pues eso, que vivir
fuera no es solo echar de menos a la gente, no, también es aprender a vivir sin
palmeras de chocolate.
Y da igual como lo adorne, que yo hoy he tenido un día de
mierda, de mierda porque te sientes tú así, no ves los pajaritos cantar ni nada
de nada. Estas enfadada con el mundo y no hay nada que lo vaya a cambiar, el primer
paso es aceptarlo. Yo, hoy, después de obligarme a levantarme temprano y ser
productiva. (Temprano en mi mundo de no comenzar la jornada laboral oficinista
es estar en planta a las 9 , sé que no es un súper madrugón, ya, pero oye,
cuando hay mucho sueño y no existe la obligación de fichar decirte “venga
arriba” es harto difícil.) Levantarme con sueño no es algo que me ayude en mis
días de estado de ánimo demoníaco así que el día no parecía fuese a ir a
mejor. Después de una mañana de trabajo con la tecla, investigar y escribir, programar y preparar una clase, recordando aquello de que el trabajo dignifica, comerme
cuatro uvas y un té, por la pereza también que me supone cocinar y no tener a
nadie aquí para ponerme la comida por delante, cuidándome y librándome de tener
que cocinar y lo que es peor, de luego tener que fregar los platos. ¡Cómo se
valoran las cosas cuando no las tienes!, nunca he valorado tanto la labor de
mis padres como ahora y es que hay días que prefiero no comer hasta la cena, que
si me obligo a cocinar, por tal de no tener que preparar nada. Y así, cansada, de
mal humor y con hambre me he ido a dar la clase que con tanta ilusión y
dedicación había estado preparando. Sí, muy pedagógica yo. Menos mal que la
clase de hoy era con un niño al que no me importaría adoptar y compruebo que es
allí, por primera vez en todo el día, cuando sonrío por primera vez, a pesar
incluso de que llego empapada porque una nueva tormenta me pilla en el camino, como
siempre, y digo siempre porque es SIEMPRE. Mi alumno me dice, con ese acento
suyo y su cara de pillo, que tengo MUY mala suerte que siempre que llego o me
toca marcharme empieza a llover muy fuerte. Cuánta razón él, cuanta resignación
yo que me rio como si aquello me hiciera alguna gracia. Que para nada.
Tan cansada estaba hoy que ni rímel me había puesto, tan cansada
de todo y de nada en concreto que ni ir a escribir a Starbucks me he ido luego
para intentar encontrarme. Porque a veces pasa eso, sabes que estas harta, muy
harta pero no eres capaz de verbalizar el por qué. Todo te supone un mundo, un
problema y en cualquier charco te puedes ahogar. Y estas cansada, de repente,
de ser como eres, de tu parte buena, de tus logros, de esforzarte, de tener que
salir con tanta frecuencia de una zona de confort en la que recuerdas no se
estaba tan mal, te cansas hasta de ser buena persona, y empiezas a imaginar cómo
sería la vida siendo una hija de tu puñetera madre, egoísta que no mirara nunca
por lo demás, que no necesitara a nadie y a quien la losa de la soledad no le
aplastase el pecho los días que no sale el sol.
Estas tan convencida
que de comportándote de otra manera sufrirías menos que incluso te impartes
discursos en los que te intentas convencer de cambiar de actitud, te dices muy
convencida que se acabó, que, a tomar por culo, aun sin saber muy bien qué es
aquello que quieres mandar al carajo. Te das cuenta también en esas
conversaciones contigo misma de lo sola que puedes llegar a sentirte y te entra
mucho frio dentro del cuerpo, no sabes ponerle nombre a lo que sientes, morriña
quizás, desesperación, ahogo, impotencia. Rabia, que no sabes de dónde sale ni porqué
está allí, pero te mira a la cara y tú la reconoces, y te asusta un poco, pues
sabes que la rabia lo consume todo y se disfraza de muchos sentimientos que no
son para disimular su presencia.
Todo se mezcla y piensas en todas las cosas
que te harían sentir mejor de estar en la ciudad que te vio nacer, y compruebas
que aquí no hay ni una, que ni el consuelo de entrar en una cafetería llena de
gente y escuchar conversaciones ajenas tienes, pues aquí no existe el bar
Manolo ni la cafetería Pepi, tienes Starbucks,
donde con suerte alguien levanta la vista de su ordenador o móvil pero donde no
escucharás jamás conversaciones que te hagan reír con ese arte y salero que
aquí ni intuyen. Sí, tan negro lo veo
hoy todo que hasta me he metido con mi querido Starbucks.
Así que cuando he llegado a casa me he comprado un libro en Amazon
de alguien que siempre me hace reír y estrena novela ( Cualquier día no es un día
de la semana) me he olvidado de cualquier atisbo de comer sano y me he comido unos cereales de chocolate y me he dispuesto
a dedicarme a mí, a no pensar en nada, ni en clases, ni en preocupaciones, ni en proyectos, ni en
cosas pendientes por hacer, me he olvidado de lavadoras o camisas por planchar,
de las pelusas del suelo que no se de dónde carajo salen con tanta rapidez, me
he centrado en olvidar ese sentimiento de culpa que me invade si me tumbo a no
hacer nada, como si el hecho de no estar en una oficina de 8 a 6 todos los días
implicara tener siempre, siempre, que estar haciendo algo para no sentirme una
gandula. Así que me he dicho otra vez que,
¡a tomar por culo!, que han desaparecido los fines de semana de mi vida y que puedo
gandulear el último trozo de tarde del miércoles y comer mierdes si eso me hace
sentir mejor o menos mal. Me he dedicado a leer y comer algo que satisficiera
mi hambre-ansiedad y mi capricho. A los cereales le han seguido un buen bol de
palomitas. Muy loca del tó.
Solo he hecho lo que me apetecía y estaba en mis
manos hacer para mimarme y sentirme mejor, de estar en otras circunstancias
habría cambiado las palomitas por Cruzcampo y las risas de la lectura por las
risas en compañía.
Y aquí podría decir
aquello de que la vida es así, días buenos y días mierdes, a veces unos
demasiados seguidos de otros y otras veces tan distanciados que parece no vaya
a llegar nunca el cambio de torna, que todo depende de cómo queramos tomarnos
las cosas y que después de la tormenta siempre llega la calma y demás. Pero es
que hoy no me sale ese mensaje de positividad, hoy no me invade el halo de Jorge
Bucay, porque hay veces, y no son pocas, es que simplemente las cosas nos parecen
una puta mierda, porque lo son, porque nos joden y no te queda más opción que estar
jodida antes de poder volver a ponerte derecha, sacar fuerzas y ganas de donde
no sabes que las tienes y seguir hacia delante, y ese día es un asco y te da
igual que mañana salga el sol, ese día cuesta trabajo que te cagas sonreírle a
la vida. No pasa nada. No eres perfecta. Puedes y tienes derecho a sentirte
mal, frustrada, jodida, impotente. Gestiónalo, mímate y cuando hayas pataleado,
entonces sí, vuelve a ponerte a rímel y a decirte que mañana sin suda será otro
día.