Al principio sería todo el tiempo en Francia. Un año por
delante para afrontar lo que estuviera por
llegar desde una relativa cercanía a la seguridad de lo conocido. Después
ya no sería todo el tiempo allí, mejor
estar unos meses en Singapur, sólo los primeros, hasta que acabara el
año. Durante parte del 2016 aún podría disfrutar en mayor o menor medida de aquellas
cosas para las que no me sentía del todo preparada para decir adiós, o hasta
pronto. La promesa de una próxima feria, de disfrutar de mi sobrino, de hacerme poco a
poco a que la distancia fuera mi nueva realidad, a poder
hablar cuando lo necesitase con los míos sin tener en cuenta la diferencia
horaria. Así de forma paulatina, me acostumbraría a mi nueva vida. Era un
cambio muy importante para mí, y agradecía
la oportunidad de que fuera de esa forma, como una aventura que poco a poco se abriría
camino, sin llegar a sentirlo como algo
brusco o repentino.
Ahora es todo el tiempo aquí, en Singapur. No habrá Francia.
No habrá cercanía. No habrá posibilidad de fines de semana en casa que me
ayuden a acostumbrarme poco a poco a que mi vida está cambiando. Ha cambiado. No
habrá feria este año tampoco, ni habrá bautizo. En apenas cuatro meses he
tenido que asumir cambios con los que no contaba tan pronto, asumir renuncias
para las que no estaba preparada aún. El año que viene me decía, aun podré
disfrutar de esto, no te pongas triste ahora, que el año que viene no será todo
tan distinto. Poco a poco.
Y no me importa reconocerlo, no aspiro al premio de mujer
perfecta, tengo defectos, soy humana, y
sí, muchas veces siento miedo. Lo cierto
es que no siempre estamos preparados para sumir las cosas tal y como vienen. Encajamos
los cambios y los golpes como van
viniendo, y a veces cuesta hacerlo con una actitud intachable de madurez.
Esa madurez que muchas veces siento como una losa, una losa autoimpuesta que me recuerda que tengo que saber encajar con éxito y sonrisas todos los
cambios y circunstancias que vengan, por
mucho que me tambaleen. Esa obligación de estar a la altura de los acontecimientos
me ejerce cada vez más presión.
Me encantaría que
fuera lícito cierta inmadurez. Quiero patalear, quiero ser incoherente e infantil.
Poder gritar que no, que esto no iba a ser así, y que no estoy preparada aún,
que necesitaba tiempo, un poco más de
tiempo solamente para decir adiós a la que era mi vida, y hacerlo a mi manera,
no de esta forma, que aunque la parte de
mí que hace un llamamiento a la calma,
me recuerda que es lo mejor, lo más maduro, lo más razonable, lo mejor
para MI futuro, y no sólo para el nuestro, me deja también ese sabor amargo en los
labios de cuando las cosas no suceden como imaginabas, esa desazón que te
invade por sorpresa cuando tienes que seguir adelante sin el plan establecido y
tienes que afrontar decisiones con las que no contabas (aún). Pero es
que así es la vida.
El problema viene cuando la parte de mí que me invita a comportarme
como la adulta que soy, que debe estar preparada para tomar decisiones difíciles,
para asumir cambios y nuevas responsabilidades, que debe mirar hacia adelante y
abrazar proyectos que la ilusionen por sí misma, y no por formar parte de un
equipo de dos, se topa de frente con la
niña que también ronda a veces por mi interior, y a esa niña ¡vaya si se asusta
con los cambios!, esa niña necesita que las cosas sucedan poco a poco, no
soporta la incertidumbre y necesita por
encima de todo sentirse segura.
Cuando yo era pequeña me preguntaron mis padres, junto a mis
hermanas, que si quería tenía un hermanito pequeño, mi reacción no podía estar más lejos de la ilusión, bajo ningún concepto cedería
mi lugar en la casa, yo era la pequeña, cada uno teníamos su lugar en la familia, y éramos felices así. ¿Para qué
cambiar? Ser la pequeña era mi lugar y no estaba dispuesta a cederlo, al menos
sin patalear. No fue mi enfado la causa
de que no se ampliara la familia, no, pero yo seguí siendo la pequeña de aquel
hogar y jamás volvimos hablar de ello. Ahora recuerdo aquella conversación en
familia, todos juntos en el dormitorio de mis padres, y la frustración que sentí
en mi cabecita de niña al pensar que todo mi mundo cambiaría y ya no tendría mi
sitio. Esa frustración infantil es muy
parecida a la que a veces siento. Pues por más que me pregunten mi opinión al
respecto de los cambios que afectan a mi vida, a veces pareciera que he perdido el
lugar que por derecho me correspondía, y esa niña, vuelve a querer patalear y
se siente impotente al no entender por qué las cosas tienen que cambiar, ¡si ya
estábamos bien!
Crecer y asumir responsabilidades. Que no daría yo por estar
jugando con todos mis ponis en la antigua salita de mi casa, escuchando a mis
abuelos hablar con mi tata en el jardín,
y a mi padre preparar la comida en la cocina, mientras mi madre se asoma donde yo
juego para escandalizarse con una
sonrisa en los labios, por el desorden organizado ante el despliegue de
juguetes. La seguridad de un niño de saber que todo es como tiene que ser y la
certeza de que todo va a ir bien, que todo va a salir bien. Va a resultar que
ahora soy yo la Peter Pan de la pareja, y me asusta más de lo que me imaginaba
crecer.
Esa certeza de que las cosas van a salir bien porque sí,
porque así es como tiene que ser, esa
seguridad que se tiende de niño, es un bien muy escaso en nuestra vida adulta.
Por eso no puedo dejar de preguntarme ¿estaré haciendo lo correcto? ¿Merece
todo esto la pena?.
Me da mucho miedo, mucho, mirar un día a mí NOpríncipe y
descubrir que no. Convertirme sin querer en alguien que responsabiliza a otro
de todas las cosas que no han salido como deseaba, ajena de responsabilidad en
mis propias decisiones, y cárgalo a él con el peso de hacer que todo esto me
compense. Miedos.
Y mientras los días pasan,
mientras libro batallas silenciosas
contra mis inseguridades y miedos, y cada día que no tiro la toalla, día que me
siento vencedora de dragones, mientras la soledad se empapa de esa falta de
conversaciones con los que descubres son imprescindibles, recordándome que yo sola
debo encontrar las respuestas, me repito como un tantra aquella frase que en su
día inclinó la balanza hacia vivir la
aventura a su lado, y que escuché de labios de quien me quiere bien-
-SI arriésgate. Esa es siempre la respuesta..
Así pues, si hoy tuviera que
levantar una copa de vino para hacer un brindis, o pensar un deseo para soplar una vela de cumpleaños,
mis palabras serían las de la adulta que soy, y mandaría al rincón del pensar a
esa otra Beatriz que se resiste un poco más a abandonar el país de Nunca Jamás,
y os diría con una sonrisa triunfal en los labios:
¡Que mis ilusiones sean siempre más, y más grandes que mis miedos!Y que esas ilusiones sigan
estando mañana también, junto a él, en él, sin miedos,a su lado.
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